Por Amaury Sánchez
Por más que avance la tecnología, por más que nos quieran poner lentes de realidad virtual para ver paisajes, y por más que los algoritmos digan qué canciones hay que bailar en TikTok, hay cosas que ni el silicio ni la inteligencia artificial pueden reemplazar. Una de ellas —y perdón por lo escandaloso del romanticismo— es el crujir del cuero de la silla, el galope que retumba en el pecho y el relincho de un caballo que parece responder a las coplas del alma.
Se llama charrería. Y no, no es un espectáculo para turistas con sombrero prestado. Es la condensación del espíritu mexicano sobre cuatro patas, entre espuelas, lienzos y cabalgatas. Una cultura entera montada en bestias nobles que no saben de redes sociales pero sí de caminos, de esfuerzo y de historia.
Y aquí es donde entra el buen diputado jalisciense Sergio Martín, que en lugar de estar peleando por presupuestos para más espectaculares con su cara en ellos, se atrevió a pensar en grande… y con memoria. Propuso, ni más ni menos, que el artículo 8 de la Ley del Patrimonio Cultural del Estado de Jalisco reconozca legalmente a la charrería, la cabalgata, y a la tradición de los caballos como lo que realmente son: pilares vivientes de la identidad mexicana.
Porque ojo, señores y señoras: no puede hablarse de charrería sin caballos, así como no puede hablarse de un danzón sin pareja. El caballo no es un accesorio ni una herramienta: es el compañero, el cómplice, el cómico involuntario y a veces hasta el terapeuta silencioso de la vida rural. La cabalgata, por su parte, es más que una procesión de sombrerudos al atardecer: es una romería laica, una peregrinación de orgullo donde la tradición cabalga junto con la comunidad.
La iniciativa del diputado Martín no es solo un gesto político; es un acto de justicia cultural. Porque si en 2016 la UNESCO —esa tía sabia y viajera— reconoció a la charrería como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, ¿cómo no íbamos nosotros, los anfitriones del charro, a reconocerla en nuestras propias leyes?
La cabalgata, como práctica social, mantiene vivas las rutas del pasado. Ahí van los abuelos, los niños, los jóvenes con celular en mano y sombrero en la frente, todos juntos, sudando la historia que no cabe en los libros. En cada cabalgata se cuenta un cuento, se canta una décima y se reza, aunque sea bajito, por los que ya se fueron y por los que aún no entienden que México se fundó también a caballo.
Y lo más bonito: los caballos no mienten. No hay populismo que les guste, ni discursos que les conmuevan. Ellos saben quién es noble y quién está fingiendo. Por eso la charrería, con toda su parafernalia, sigue siendo uno de los últimos lugares donde la palabra “honor” no está pasada de moda.
Jalisco, tierra que parió charros y leyendas, tiene la obligación —más aún, el privilegio— de encabezar la defensa de este patrimonio. No solo con eventos ni medallas, sino con leyes. Con protección jurídica que garantice que las nuevas generaciones no hereden solo fotos y trajes prestados, sino la vivencia completa: montar, cabalgar, enlazar, sudar, cantar y, sobre todo, compartir.
Porque la charrería no es deporte ni entretenimiento: es pedagogía identitaria. Enseña respeto, esfuerzo, compañerismo… y una cosa tan mexicana que no cabe en otra lengua: el “¡Ajúa!”
Así que apoyamos, aplaudimos y exigimos que se apruebe esa iniciativa. Que se inscriba con letras grandes en la ley que la charrería, la cabalgata y el caballo no son folclor para decorar ferias, sino alma colectiva.
Y si alguien duda de su importancia, lo invitamos no a debatir, sino a montar.
Y que sea sin silla, para que aprenda más rápido.
¡Viva la charrería, carajo! Y que el futuro nos agarre bien montados.
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