Por Amaury Sánchez
El sol caía a plomo sobre los campos de Jalisco, igual que lo ha hecho desde tiempos que nadie recuerda. Las sombras de los mezquites dibujaban figuras caprichosas en la tierra reseca, mientras las manos curtidas de los campesinos seguían removiendo la tierra con una fe que parece tan vieja como las montañas que rodean los valles. Esa misma fe fue la que llevó a más de 400 productores a reunirse en el Congreso del Estado, atraídos por una promesa que sonaba tan fértil como la lluvia en temporada de sequía: ahora sí, el campo tendría el apoyo que durante tanto tiempo le ha sido negado.
El encargado de pronunciar aquella promesa fue el diputado Sergio Martín Castellanos, del Partido del Trabajo. Con la voz firme y el gesto contenido, anunció que el gobierno estatal y federal unirían fuerzas para llevar recursos económicos, infraestructura y capacitación a los productores. A su lado, la presidenta del Congreso, Mónica Magaña, sonreía con esa expresión que combina la convicción política con la cautela de quien ha escuchado demasiadas promesas incumplidas.
Pero esta vez algo fue distinto. Entre los asistentes destacaba la figura de Alfredo Porras, delegado federal de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (SADER), cuya presencia no era casual. Desde que llegó a Jalisco, Porras ha repetido como un mantra que su prioridad es “Primero los pobres.” Y en el campo, ser pobre no es una estadística ni una etiqueta: es la realidad cotidiana de hombres y mujeres que despiertan con el sol y terminan el día con las manos vacías y la esperanza intacta.
En el discurso de Porras no hubo adornos ni exageraciones. Habló del compromiso del gobierno federal para acompañar a los productores con hechos, no solo con palabras. Porque en el campo, las palabras se las lleva el viento seco que sopla entre los surcos de maíz. Los apoyos prometidos incluyen mejoras en caminos rurales, sistemas de riego y acceso a créditos para que los productores puedan sostener sus cultivos incluso cuando la lluvia decida no llegar.
Entre el murmullo de los asistentes se sentía una mezcla de escepticismo y esperanza. Nadie en el campo cree en promesas hasta que ve los resultados. Pero también saben que la tierra, cuando recibe el cuidado necesario, responde con generosidad. La presencia de figuras como Leonardo Almaguer y Alberto Esquer —quienes respaldaron las propuestas— reforzó la impresión de que, por primera vez en mucho tiempo, el gobierno y el Congreso habían decidido escuchar la voz de los campesinos.
Jalisco es tierra fértil, pero también es tierra de contrastes. Es líder en la producción de leche, huevo y cerdo, pero muchos de sus productores aún viven en condiciones precarias. El tequila que brinda prestigio internacional a la región convive con parcelas donde las cosechas dependen del azar de las lluvias. Fortalecer el campo no es solo una cuestión económica, sino también una cuestión de justicia. Que los beneficios lleguen primero a quienes más lo necesitan no solo es una política sensata, sino también una deuda histórica.
La pregunta que flota en el aire, igual que el polvo sobre los campos después de la cosecha, es si esta vez las promesas se convertirán en realidades. Si el fertilizante político logrará que brote algo más que discursos en las tribunas. Si las carreteras rurales dejarán de ser caminos de herradura y las manos de los campesinos sostendrán cosechas que valgan el esfuerzo.
Por ahora, el campo jalisciense espera. El sol seguirá saliendo cada mañana sobre los cerros y las parcelas, las manos seguirán trabajando la tierra y la esperanza —esa vieja compañera de los campesinos— seguirá germinando, aunque sea en la aridez de las promesas. Porque en el campo, la fe y la tierra siempre encuentran la manera de florecer.
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