Por Amaury Sánchez
No hay sonido más desgarrador que el grito silencioso de una madre que busca a su hijo. Es un eco que recorre las calles polvorientas, que se enreda entre las rejas de las comisarías y que se pierde en el eco de los pasos de funcionarios que caminan con prisa, pero sin destino. Es un sonido hueco, una ausencia que palpita en el aire como si el mundo respirara en un susurro de incertidumbre.
En este país, donde las madres se han convertido en detectives y las fotografías de los hijos desaparecidos son reliquias de un amor perpetuo, resulta incomprensible que aún no exista un lugar, una base de datos, una ventana, desde donde puedan mirar el rastro de esos pasos perdidos. La presidenta lo ha dicho con un dejo de incredulidad: no puede ser que una madre busque a su hijo sin saber si tomó un avión, si cruzó una frontera o si su nombre se encuentra en alguna fría lista de la morgue. No puede ser, pero es.
Ahora se anuncian reformas. Promesas de bases de datos que estarán disponibles en tiempo real, de plataformas que conectarán a las fiscalías con los cementerios, de bancos de datos forenses que por fin podrán darle nombre a los huesos anónimos que yacen en fosas clandestinas. Y también se anuncian sanciones: multas millonarias para quienes no cumplan con la obligación de actualizar esos registros. Como si el castigo fuera la única manera de empujar a la burocracia a hacer lo que la compasión y el sentido de humanidad deberían dictar por sí solos.
Pero más allá de las cifras y las reformas, lo que realmente está en juego es la dignidad de la búsqueda. Porque buscar a un desaparecido no debería ser un acto de desesperación ni un calvario interminable. Buscar debería ser un derecho, una tarea sagrada que el Estado asuma con la solemnidad de quien sostiene el retrato de un niño y dice: “Lo encontraremos.”
El eco de los desaparecidos seguirá resonando mientras haya madres que caminen con las fotos de sus hijos pegadas al pecho, mientras haya nombres sin rostro en las morgues y cuerpos sin sepultura en las montañas. Pero si estas reformas logran que una madre reciba una respuesta rápida, que una base de datos devuelva un nombre, que una puerta se abra sin que ella tenga que derribarla con sus propias manos, entonces ese eco comenzará, al fin, a apagarse.
Porque en un país donde encontrar a los desaparecidos debería ser una prioridad y no una condena, la verdadera reforma no será solo tecnológica o legal. Será moral. Será el día en que una madre deje de caminar las calles en busca de respuestas, porque al fin, alguien las estará buscando con ella.
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