Por Amaury Sánchez G.
Hay plagas que se ven y otras que se esconden entre la carne viva. El gusano barrenador pertenece a esa estirpe de males que no necesitan propaganda: basta un animal herido para que la mosca deposite su huevo, para que la larva se hunda en la herida y devore la carne hasta la putrefacción. Y el campo mexicano lo sabe desde hace décadas. Lo sabe el ganadero que ha visto morir a su res, y lo sabe el gobierno que —entre luces y sombras— ha intentado exterminarlo.
Hoy, la presidenta Claudia Sheinbaum ha decidido poner el asunto en la primera línea de batalla. No lo hace por romanticismo ni por compasión con las reses mugiendo en los potreros de Jalisco o Chiapas. Lo hace porque cada bocado que roba el gusano es también un bocado que pierde la nación: carne menos exportada, leche menos ordeñada, dólares menos ingresados. Y porque en el gran tablero de la política, los gusanos que roen por dentro suelen ser más letales que las fieras que amenazan desde fuera.
Escribo estas líneas desde uno de los ranchos de los Altos de Jalisco, donde el olor del estiércol se mezcla con el murmullo de los establos y donde la campaña contra el gusano barrenador deja de ser boletín y se convierte en realidad. Aquí, el delegado federal de la SADER, Alfredo Porras Domínguez, recorre caminos y puestos de control, revisa filtros, coteja guías y aretes con la precisión de un notario de la sanidad. A su lado, el secretario estatal de Agricultura, Eduardo Ron Ramos, camina con el mismo semblante de soldado en trinchera. Allí, por un instante, los colores partidistas se disuelven. El gusano no pregunta si la res es priista, panista o morenista; se clava, devora y mata con la misma ferocidad.
Los filtros son rigurosos: desde el punto de partida, cada animal se registra con peso, raza, arete y condiciones de transporte. En ruta, los puestos de control establecen cortes quirúrgicos en el tránsito pecuario. Allí trabajan médicos veterinarios bien calificados, acompañados por pares caninos entrenados por el gobierno federal, que olfatean lo que el ojo humano no alcanza a ver. Y en el punto final, en el desembarque, la inspección se vuelve casi un acto litúrgico: animal por animal, guía por guía, nombre por nombre. El sistema no solo controla al gusano barrenador; también desarma al robo de ganado y desnuda la costumbre de las guías falsas, esa otra plaga de la impunidad.
Pero conviene no olvidar: esta no es la primera cruzada. En 1974, en Chiapas, se erigió la Planta de Moscas Estériles, un monumento a la ciencia que pretendía aniquilar al gusano desde la raíz. Fue orgullo nacional, cooperación internacional, esperanza de erradicación. Y como tantos proyectos en México, terminó arrumbado, olvidado, saqueado por la indiferencia y la corrupción. El gusano regresó porque nosotros, los hombres, lo invitamos de vuelta con nuestra negligencia.
Hoy se dice que esta campaña es distinta, que la prioridad presidencial y el mando de Julio Berdegué Sacristán darán continuidad y firmeza. Tal vez. Pero también se dijo lo mismo en sexenios pasados y lo único que quedó fue una hemeroteca llena de promesas. La diferencia, quizás, es que ahora los mercados internacionales miran con lupa: si el gusano barrenador se instala otra vez, México no solo perderá reses, perderá prestigio, certificaciones y mercados. Y perder prestigio en política es más costoso que perder ganado en un potrero.
El gusano barrenador es metáfora viva de lo que ocurre en el país. Una plaga que entra por una herida abierta, que avanza sin que nadie lo note, que corroe desde dentro hasta que el cuerpo —el animal, el sistema, la nación— se derrumba. Y frente a ese espejo, la presidenta Sheinbaum intenta demostrar que no basta con discursos: hay que meter las manos en la carne viva, inspeccionar, limpiar, reconstruir.
La ciudadanía tiene derecho a saber que esta campaña no es un capricho burocrático: es un combate por la economía, por la salud del campo, por la soberanía alimentaria. Lo demás —las fotos de funcionarios, los recorridos oficiales, los boletines de prensa— son escenografía. El verdadero combate se libra en cada filtro, en cada guía cotejada, en cada perro que olfatea, en cada res revisada, en cada médico veterinario que certifica la salud del ganado.
México ha sido devorado muchas veces por gusanos invisibles: la corrupción, la impunidad, la negligencia. Si este gobierno logra exterminar al gusano barrenador, quizá demuestre que también puede erradicar a los otros. Los que no se clavan en el lomo de las reses, sino en la carne viva de la nación.
Y si fracasa, entonces no será el ganado quien muera en los potreros: será el prestigio del país el que se pudra lentamente, como una herida abandonada al festín de los gusanos.
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