Por Amaury Sánchez G.
En México, los discursos suelen florecer como jacarandas: bellos, multitudinarios, pero condenados a marchitarse pronto. El de Claudia Sheinbaum en el Día Nacional del Maíz puede correr la misma suerte, salvo que esta vez el país entero se juega algo más que un símbolo: se juega su alimento, su cultura y, sobre todo, la sobrevivencia de quienes aún siembran con las manos.
La presidenta habló de “valor agregado”, de “apoyo al maíz nativo”, de “defensa frente a los transgénicos”. Palabras mayores. Pero basta con mirar lo que ocurre en los surcos para entender que los campesinos ya no comen promesas: comen maíz, si logran cosecharlo.
Para despejar la bruma del discurso oficial, conversé con el delegado de la SADER en Jalisco, Alfredo Porras Domínguez. Lo encontré en su oficina del centro, donde una mazorca morada reposaba en el escritorio como si fuera un testigo incómodo de la historia.
—Maestro, ¿qué significa en la práctica este programa?
“Significa que la presidenta reconoce a los campesinos como guardianes de la biodiversidad. En Jalisco sembramos cerca de un millón 100 mil hectáreas de maíz al año, y no todo es híbrido o industrial: aquí también resisten razas criollas únicas, desde el maíz tuxpeño hasta variedades de El Grullo o la sierra de Mezquitic. Nuestra responsabilidad es que esos maíces no se pierdan.”
Las cifras lo respaldan: Jalisco es el segundo productor nacional de maíz, sólo detrás de Sinaloa, pero con una diferencia crucial: mientras el norte exporta grano amarillo para la engorda de ganado, aquí en el Bajío y el sur del estado se cultiva maíz blanco y criollo, el que llega a la tortilla de cada día.
—¿Y cómo compiten los pequeños productores contra la Bolsa de Chicago?
“Mal”, responde con un gesto seco. “En 2021 la tonelada se pagaba en 7,500 pesos. Hoy apenas en 4,800 o 5,000. ¿Cómo sostiene eso un campesino que cultiva para autoconsumo? Apenas sobrevive. Y entonces aparece la tentación del transgénico: barato, rendidor, pero que mata la diversidad y nos hace dependientes de la semilla comprada año con año.”
Calla un instante, toma la mazorca morada y la muestra como si fuese un relicario.
“Esto no se compra en Monsanto. Esto lo sembró una familia wixárika en Mezquitic. Cada grano lleva nueve mil años de historia. Si los dejamos morir, hipotecamos nuestra independencia.”
El delegado sabe que el romanticismo no basta. Habla de tortillerías comunitarias, de cadenas cortas de venta directa, de transformar el maíz en alimento procesado que le devuelva dignidad al campesino. “El valor agregado no es un eslogan —dice—, es la única manera de que el productor deje de ser esclavo del intermediario. Si la tortilla se vende en Zapopan con maíz de Tapalpa, y si el pinole de Mezquitic se paga en Guadalajara, el programa de la presidenta tendrá raíces.”
Porras no ignora las tensiones: el T-MEC, los reclamos de Estados Unidos y Canadá por la prohibición del maíz transgénico, la presión de las grandes agroindustrias. “Será una batalla jurídica y política dura, pero si no la damos ahora, después será tarde.”
La apuesta, sin embargo, no se queda en palabras. La presidenta Sheinbaum ha puesto a su equipo y a delegados como Porras a diseñar programas que van más allá de los subsidios. Fertilizantes gratuitos, créditos blandos, impulso a cooperativas y, sobre todo, un mercado justo que reconozca al campesino como productor de cultura y alimento, no como limosnero del Estado.
En Jalisco, los números son contundentes: más de 300 mil familias dependen directa o indirectamente del maíz. Aquí se producen 4.5 millones de toneladas al año, y aunque buena parte se destina a la industria pecuaria, el maíz criollo sigue presente en comunidades de la sierra, de Los Altos y de la región Sur. Ese maíz no compite en Chicago: compite contra el olvido.
La entrevista termina, pero la sensación es clara: el maíz es espejo de México. En cada mazorca caben nuestras contradicciones: la riqueza genética y la pobreza campesina, la soberanía proclamada y la dependencia comercial, la tradición que resiste y la política que promete.
Si el programa de Sheinbaum logra convertirse en tortilla justa, en pinole rentable, en bienestar comunitario, estaremos ante una rareza en la política mexicana: un discurso que se vuelve verdad.
Si no, quedará la mazorca morada de Porras, muda y desafiante, recordándonos que el maíz lleva nueve milenios resistiendo. Tal vez pueda resistir también a la política.
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