Por Amaury Sánchez
En un país donde los gallos cantan antes de tiempo y la gente aún le pone altar a la esperanza, 46 millones de personas siguen viviendo en la pobreza. No es una cifra. Son rostros. Son pies descalzos que cruzan veredas polvorientas en busca de un sustento que a veces ni el sol, con toda su gloria, alcanza a prometerles. Son mujeres que trabajan el doble por la mitad del salario, niños que van a la escuela con el estómago vacío y abuelos que envejecen sin saber lo que es un seguro médico.
El Banco Mundial, en un informe leído entre los muros sabios de la Facultad de Economía de la UNAM, dijo lo que ya sabíamos los que viajamos en transporte público, los que hacemos fila en los hospitales, los que compramos comida por gramos y no por kilos: que en México, la pobreza no se ha ido, solo se ha cambiado de ropa. Se ha disfrazado de promesas electorales, de discursos de buenas intenciones, de cifras que bajan tan lento que parecen remordimientos.
Dicen los expertos que si el país creciera un 2% al año, la pobreza bajaría al 15%. Pero también dicen que si creciéramos un poco más, un 3%, llegaríamos al 13.4%. Y yo me pregunto, ¿cuántos años más deben pasar para que esa reducción deje de ser estadística y se vuelva alivio en la vida de los más pobres?
México es una casa con paredes de oro para unos pocos y pisos de tierra para muchos. Lo dijo sin rodeos la CEPAL: el 1% de los mexicanos concentra el 41% de la riqueza. Y el 0.1% —esa aristocracia silenciosa que nadie ve, pero todos padecen— posee el 22%. Mientras tanto, dos de cada tres hogares viven con menos del 50% de la riqueza nacional. Es decir, que hay quienes tienen todo y otros que tienen apenas el desayuno.
El informe recomienda lo evidente: invertir en infraestructura, formalizar el empleo, integrar a más mujeres al mercado laboral, mejorar las políticas sociales. Como si el país no supiera ya lo que le duele. Como si no lo dijera cada madre que trabaja dos turnos sin prestaciones, cada joven que abandona la escuela para vender en los semáforos, cada campesino que mira el cielo y reza para que llueva.
La verdad es que no basta con crecer; hay que crecer parejo. No basta con prometer; hay que cumplir. No basta con tener programas sociales; hay que hacerlos llegar hasta donde el mapa pierde nombre. No basta con tener estadísticas; hay que tener corazón.
Y mientras seguimos esperando ese milagro racional llamado justicia social, el país sigue su marcha lenta, como un tren que arrastra siglos de desigualdad. Pero aún hay algo que no han podido arrebatarle al pueblo: su dignidad. Esa terquedad hermosa de los que, sin tener nada, lo comparten todo. Los que, aunque el futuro les cierre la puerta, siguen abriéndola a los demás.
México no necesita otro informe. Necesita voluntad. Necesita gobiernos que escuchen con el alma y planifiquen con el corazón. Necesita que el progreso no sea un privilegio, sino un derecho. Porque mientras haya un solo niño en pobreza, el país entero seguirá siendo pobre, aunque las cifras digan lo contrario.
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