Por Amaury Sánchez G.
La política del pésame exprés
Donde unos ven a un héroe, otros a un imprudente, y casi todos ven oportunidad de sacarse una foto con el difunto.
Carlos Manzo no alcanzó a volverse estatua, pero ya lo quieren volver estampita. Lo asesinaron y el país entero se dividió como siempre: los que lo llaman el primer valiente que se atrevió a levantar la voz, los que aseguran que algo debía, y los que, sin pudor ni vergüenza, desempolvaron fotos con él para subirlas a redes con la leyenda “hermano mío”. No se sabe si lo querían vivo, pero muerto les ha servido bastante.
Manzo, el del “Movimiento del Sombrero”, ganó la alcaldía sin partidos, sin padrinos y sin más promesa que la de gobernar sin deberle favores a nadie. Su osadía fue tratar de ser autoridad en un municipio donde los gobiernos y los grupos armados se reparten el poder como si fuera una piñata: uno se queda con el presupuesto, el otro con la noche.
Lo mataron. Y en cuestión de horas su figura ya se disputaba entre el martirio y la sospecha. Unos lo elevan al altar cívico: “héroe, valiente, ejemplo nacional”. Otros susurran: “en algo andaba, nadie se muere así por nada”. México, país donde las versiones vuelan más rápido que las balas y la verdad llega, si llega, como acta de defunción.
Y aquí aparece el Estado, como personaje secundario que entra tarde a la obra. Omar García Harfuch declaró con solemnidad que el nuevo presidente municipal contará con protección de la policía local y de la Guardia Civil. Suena bien. Lástima que no es novedad. Desde hace meses, la propia Secretaría de Seguridad el ya contaba con protección federal de la Guardia Nacional. Había escoltas… para el alcalde que terminó muerto. Blindamos oficinas, no vidas; cuidamos sillas, no personas, eso dicen los opositores.
Mientras tanto, Efraín Martínez Figueroa, estratega político, tomó el micrófono como quien toma una espada. Llamó a los “valientes” a organizarse para 2027 y 2030, habló de dictaduras híbridas, socialismos del siglo XXI, paros nacionales, bloqueos y la épica juvenil de Nepal tumbando gobiernos. Palabras mayores. Uno no sabe si estaba rindiendo homenaje o lanzando campaña. Porque en México, a falta de revolución verdadera, siempre se puede empezar una desde Facebook Live.
El problema no es que lo elogien. El problema es que lo usan. A Manzo lo mataron por enfrentarse a lo que todos ven y pocos dicen: que la política rural en México se hace entre el presupuesto, la amenaza y el silencio. Y ahora, sobre esa tumba, unos construyen discursos heroicos, otros intentan sembrar sospechas… y los más prácticos están buscando cómo capitalizarlo en la próxima elección.
Y mientras los opinadores discuten si era héroe o imprudente, el ciudadano común se queda con la duda: ¿vale la pena levantar la voz cuando levantar la voz cuesta la vida? ¿Qué clase de país fabrica mártires en lugar de funcionarios vivos?
Carlos Manzo no fue ni santo ni demonio. Fue un hombre con sombrero, botas y una convicción temeraria: gobernar sin deber favores al crimen ni arrodillarse ante los partidos. ¿Fue perfecto? No. ¿Fue valiente? Sí. ¿Pagó caro? También.
¿Y el Estado? Ahí sigue, en modo “lástima, pero estamos trabajando en eso”. Reuniones de seguridad, comunicados solemnes y promesas de justicia que valen lo mismo que una veladora en tormenta. La pregunta es simple: si ya había Guardia Nacional cuidando a la Secretaría de Seguridad, ¿no era lógico proteger también al alcalde que se había convertido en diana política y criminal? Aquí la lógica no aplica: aquí primero mueres, luego te cuidan.
La muerte de Manzo nos devuelve a la escena conocida: discursos oficiales, funerales, hashtags, promesas de justicia y olvido programado. Hasta que maten al siguiente. Y entonces, otra vez: flores, tuits y minutos de silencio. La política del pésame exprés.
Pero también deja una lección incómoda: no se puede seguir gobernando municipios como si fueran feudos repartidos entre el miedo y la costumbre. No se puede permitir que existan pueblos donde la ley se aplica solo si conviene, y la valentía es causa de muerte.
No se trata de beatificar a Manzo. Se trata de preguntarnos cuánto costará el próximo valiente, y si el Estado llegará a tiempo para evitar que su nombre termine en la lista interminable de los que se atrevieron.
En este país, cuando alguien muere por decir la verdad, los políticos lo convierten en discurso, los consultores en bandera y la gente en recuerdo. Y aunque moleste, hay que decirlo: lo mataron por ocupar un lugar que muchos desean, pero pocos se atreverían a ejercer sin miedo.
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