Por Amaury Sánchez
En los últimos días, cuando los rumores de las plazas públicas se entrelazan con el murmullo de las fuentes y los gritos agudos de los vendedores de frutas, Guadalajara —la perla tapatía que ha sido tantas veces escenario de sueños y naufragios— parece estar preguntándose, como un anciano sabio que palpa su propio pulso, quién será su próximo corazón, su nueva voz, su aliento de futuro.
Entre los nombres que susurran los corredores políticos y las ancianas que venden flores en el Mercado Corona, resalta el de Claudia Delgadillo, una mujer curtida en los vaivenes de la política, que alguna vez, como tantos otros, conoció las sombras del PRI y que, al igual que un ave de paso que reconoce la tempestad antes de que arrecie, buscó refugio en las promesas abiertas de la Cuarta Transformación. Delgadillo no es ajena a la ciudad: ha caminado sus calles desde cuando apenas la luz del progreso asomaba en las colonias más olvidadas, y ha visto de cerca, como pocos, el hambre, la desolación y la terquedad esperanzada de su gente.
Licenciada en Derecho, criada políticamente entre los salones de los viejos partidos y las avenidas polvorientas del populismo, Claudia Delgadillo carga consigo no solo el peso de los cargos legislativos que ha ostentado, sino también esa rara virtud de la experiencia: saber que gobernar una ciudad como Guadalajara no es asunto de discursos floridos ni promesas en papel mojado, sino de comprender la respiración misma de su gente. Quizá por eso, sus propuestas, aunque a veces empañadas por el ruido de la politiquería, apuntan al corazón palpitante de los problemas: la salud de los pobres, la educación de los niños que juegan descalzos en los callejones, la seguridad de los obreros que madrugan más que el sol.
Pero la vida pública es un río de corrientes traicioneras, y frente a ella se alzan otras figuras que reclaman también su parte en el destino. Una de ellas es Mery Pozos, una diputada joven de palabra firme, que conoce el Distrito 11 como la palma de su mano, pero cuyo nombre todavía se pierde en los ecos de las colonias más lejanas. Pozos tiene la frescura del idealismo, sí, y la fuerza de quien no ha sido todavía herida por las derrotas, pero en su contra pesa la falta de una experiencia que, en una ciudad tan compleja como Guadalajara, puede ser la diferencia entre un gobierno de promesas y uno de realidades.
Y como una sombra ilustre que camina en silencio entre los libros y los auditorios, está también Ricardo Villanueva, el rector que soñó ciudades universitarias y que supo, en su tiempo, ganar la autonomía de la Universidad de Guadalajara como quien arranca una bandera de las garras del olvido. Villanueva tiene la virtud de la gestión eficiente, el prestigio académico que respira autoridad sin necesidad de gritar, pero su mundo —construido de becas, cátedras y debates— no siempre se conecta con la áspera realidad de las colonias donde las prioridades no son la filosofía ni las humanidades, sino la inseguridad, la falta de agua potable y la violencia cotidiana.
Así, como en aquellas novelas antiguas en las que los personajes parecían danzar alrededor de un destino inevitable, Guadalajara se enfrenta a una decisión que no es menor: escoger entre la experiencia curtida de Claudia Delgadillo, la frescura prometedora de Mery Pozos, y la solvencia académica de Ricardo Villanueva. No se trata solo de un cambio de administración; es, como en todas las grandes decisiones de los pueblos, una elección de quién llevará en su voz la suma de los sueños y las tristezas de una ciudad que, aunque herida, se niega obstinadamente a dejar de soñar.
Y en este cruce de caminos, si uno afina el oído y se detiene bajo las jacarandas en flor que tiñen de violeta los parques y las banquetas, puede escuchar lo que Guadalajara de verdad quiere: no discursos, no promesas, sino un gobernante que sepa mirar a los ojos de los niños descalzos y a los ancianos que esperan en las clínicas desbordadas, y les diga, no con palabras sino con hechos: “Te he visto, sé que existes, y haré que no te olviden”.
Por eso, si la ciudad decide elegir con la memoria de su propia sangre y la sabiduría de su largo camino, tal vez la experiencia viva, tozuda y desgastada de Claudia Delgadillo —con todas sus cicatrices y contradicciones— sea la que mejor comprenda los dolores y las esperanzas de Guadalajara, y quien pueda, con suerte y coraje, guiarla por el sendero angosto y luminoso que lleva a su mejor destino.
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