Gabriel Torres Espinoza
El mes de octubre de 2019, tres ex secretarios de Desarrollo e Integración Social fueron vinculados a proceso, debido a que la autoridad judicial determinó que ‘existen indicios’para suponer que los ex funcionarios puedan ser presuntos responsables de los delitos de “uso indebido de funciones y atribuciones en agravio de la sociedad y la extinta Sedis”. De forma que, se dictaron sendas medidas cautelares. Esto supone que los tres ex funcionarios debían respetar la disposición que se ordenó para la “preservación del bien litigioso” y la “eficacia del fallo final”, debido a que este tipo de medidas son impuestas por una autoridad judicial competente, para garantizar el resultado futuro que se pueda producir en un proceso. Por tanto, como lo publicó Milenio, “el juzgador determinó el resguardo en el propio domicilio de los imputados, la prohibición de salir del país y presentarse periódicamente a firmar para comprobar su arraigo en la ciudad” (Milenio, 15/10/201: https://www.milenio.com/politica/comunidad/sedis-vinculan-a-proceso-a-ex-titulares).
Sobre la investigación que se sigue a los tres vinculados a proceso, a la autoridad le queda aún mucho por demostrar, sin duda. Pero sobre el desacato obvio a la medida cautelar dictada por una autoridad competente, muy poco pueden alegar en su favor. La provocación de Miguel Castro y Salvador Rizo es un claro yerro. Una equivocación grave, tal vez propiciada por el exceso de confianza de ambos en la vulnerabilidad del sistema judicial. Un descuido fincado sobre la ligereza con que se han tomado este proceso, que termina por encarecer las consecuencias para ambos. Estos tres ex funcionarios no debieran ignorar la trascendencia,alcance, origen e implicaciones de la alternancia en el ejercicio del poder, especialmente de cara a uno de los gobernadores más fuertes y políticamente formados de Jalisco, en las últimas dos décadas. Para dos políticos profesionales como Castro y Rizo, pasarlo por alto resulta un desacierto, absolutamente.
Frente a la corrosión generalizada de la autoridad del gobierno y de los valores éticos que deberían animar a los funcionarios en el ámbito público, un desafío abierto a la autoridad competente, resulta un yerro absurdo e innecesario durante un proceso judicial. Un exceso de confianza, un descuido y hasta una muestra de esa soberbia que impide hacer una lectura correcta de la realidad.