Por Amaury Sánchez
En una tierra donde la música es el alma del pueblo y los acordes dictan la memoria colectiva, la diputada Brenda Carrera ha decidido emprender una batalla que trasciende las leyes y se adentra en el corazón de una nación acostumbrada a cantar sus tragedias. Con el temple de quienes no temen a las tempestades, ha tomado la iniciativa de cerrar el telón a los narcocorridos, esas odas modernas que convirtieron la violencia en verso y la tragedia en entretenimiento. Su convicción no es la de una política cualquiera, sino la de una mujer que entiende que el cambio verdadero nace de las palabras que se transforman en acción.
El narcocorrido nació en las entrañas del desierto, en los caminos de polvo y en los pueblos donde la vida se juega a diario entre la esperanza y el desencanto. En un principio, fue la crónica de un pueblo sin voz, el eco de historias que nadie quería contar, pero con el tiempo, esa crónica se tornó en exaltación. Los personajes dejaron de ser víctimas para convertirse en héroes de leyenda, y sus hazañas, en relatos de grandeza y poder.
El problema no es la música, sino la memoria que construye. Jalisco, con su herencia de mariachi y tequila, ha sido testigo de cómo las canciones han dictado la historia. Sin embargo, la apología del delito, como la brisa que arrastra las hojas secas del otoño, ha esparcido una sombra de impunidad. Las leyes han sido clementes, y las penas, apenas un murmullo en el vendaval de violencia que sacude la nación. Hasta ahora, quien ha sido señalado por exaltar el crimen apenas enfrenta una condena simbólica, un breve paréntesis antes de continuar su andar impune.
Pero Brenda Carrera no es de las que se quedan en la indignación silenciosa. Su propuesta es una declaración de principios, una prueba de que la política puede ser más que discursos vacíos y manos atadas. Ha decidido cambiar la partitura. Su iniciativa propone que los narcocorridos desaparezcan de los escenarios, de los bares y de las estaciones de radio que aún los reproducen con la misma naturalidad con la que suenan los campanarios en la madrugada. La propuesta es clara: si se glorifica al crimen en conciertos o espectáculos públicos, la pena será de 2 a 4 años de prisión y una multa que podría ascender a diez mil veces la unidad de medida y actualización. Si la apología ocurre en espacios cerrados, la sanción será menor, pero lo suficientemente severa como para hacer tambalear la costumbre.
En estados como Sinaloa, Nayarit, Baja California, Chihuahua y Michoacán, esta prohibición ya es una realidad. Pero más allá del castigo, lo que se busca es transformar la narrativa, devolver a la música su papel de testigo, no de cómplice. Porque la historia de un pueblo no puede escribirse con balas ni cantarse con versos que glorifiquen la tragedia.
Tal vez haya llegado el momento de volver a las raíces, de encontrar en la música no la oda al miedo, sino el refugio de la esperanza. Brenda Carrera lo sabe, y por eso ha decidido abrir un nuevo camino. Porque si algo ha demostrado la historia es que los pueblos que cantan sus alegrías, en lugar de sus desgracias, construyen destinos más luminosos y menos ensangrentados.
Ahora la diputada Brenda Carrera tiene un papel más protagónico y su liderazgo se destaca con mayor fuerza. Si quieres que resaltemos algún otro aspecto de su labor, dime y lo ajustamos.
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