Por Amaury Sánchez G.
La mañana había comenzado como tantas otras en Guadalajara: el calor flotaba sobre el asfalto y las corcholatas de refresco se arrastraban por las banquetas, empujadas por un viento que apenas recordaba ser brisa. Sin embargo, en cierto rincón del Distrito 11, algo más que el clima se movía. No era una campaña. No era un mitin. No era una confrontación de tribus por candidaturas. Era, simple y llanamente, una diputada haciendo política sin disfraces ni choferes de parabrisas oscuros.
Mery Pozos —sí, esa que ha aprendido a caminar las colonias como quien conoce los vericuetos de la política nacional— había convocado a los medios de comunicación. Sin escenarios lujosos, sin acarreados ni batucadas, con la naturalidad de quien no teme ser interrogada. Y allí, frente a reporteros de semblante escéptico y grabadoras que ya no zumban pero todo lo captan, comenzó a hablar.
Lo primero fue lo primero: el Consejo Nacional de Morena, celebrado apenas el domingo anterior, y cuyas decisiones —al menos en apariencia— podrían alterar el curso interno del partido. La diputada no eludió el tema. Con la voz de quien ha aprendido que en política se gana más por lo que se calla que por lo que se grita, explicó lo esencial: se trata de reordenar, de evitar el colapso del movimiento bajo el peso de su propio éxito, de limpiar la casa antes de que las elecciones del 2027 lleguen con sus jaurías y sus traiciones.
Y sí, habló también de la regla contra el nepotismo, esa que entrará en vigor en el 2030 y que ya tiene a más de uno masticando bilis en pasillos partidistas. Lo dijo sin adornos: “es una decisión correcta”. Y lo es, porque en la política mexicana —como en una mala novela— la sangre ha sido por décadas el atajo para el poder, el apellido el boleto, el compadrazgo la moneda. Pero no con ella, no en su oficina, no en su distrito. Porque si algo ha entendido Pozos es que no basta con portar la bandera de la transformación: hay que izarla con las manos limpias.
Luego vino lo que algunos llaman detalle y que, en realidad, es sustancia: la apertura formal de su Casa Ciudadana. No es un bunker, no es una oficina blindada, no es un centro de control electoral. Es, según sus palabras, un puente. Un lugar donde los ciudadanos no tengan que pasar por diez filtros ni pagar favores para ser escuchados. Un lugar que se llene de quejas, sí, pero también de soluciones. Y eso, en un país acostumbrado a la política de puertas cerradas, es casi una revolución callada.
Pero como todo en Morena —y más aún en Jalisco—, el territorio es campo de minas. Hay quien quiso leer en esa casa ciudadana un intento por apropiarse del movimiento desde abajo, crear clientelas, disputar cotos. Mery Pozos, anticipando la suspicacia, fue tajante al hablar de los comités seccionales: “Serán dirigidos por el Comité Nacional, no por mí”. Y así, con esa frase breve, echó por tierra cualquier acusación de cacicazgo prematuro.
Claro, no faltará quien murmure que está posicionándose para algo más: una alcaldía, una senaduría, otra diputación. Y quizá tengan razón. Pero incluso si así fuera, lo hace caminando, no robando; escuchando, no intrigando; organizando, no heredando. En tiempos donde el poder se construye en WhatsApp y se disputa en mesas de café con nombres prestados, lo suyo parece una herejía.
Y mientras tanto, en la Comisión de Presupuesto y Cuenta Pública, donde se decidirá el futuro económico del país, ella también tiene presencia. No la del aplauso fácil ni la del chanchullo legislativo, sino la de quien se prepara para recibir el paquete económico 2025 con responsabilidad, sabiendo que cada línea puede significar una escuela sin techo o un hospital sin insumos.
Así pues, Mery Pozos no protagoniza escándalos ni ocupa primeras planas, pero construye. Su distrito la ve caminar —no sólo en tiempos electorales— y escucha su voz no en spots pagados, sino en el diálogo directo. Y en esa sencillez reside su mayor fortaleza: mientras otros construyen castillos de papel y alianzas de saliva, ella teje vínculos reales con la gente que aún cree en algo más que el cinismo institucionalizado.
La política, decía un viejo maestro, se parece mucho a la literatura: ambos oficios exigen entender la naturaleza humana. Y si eso es cierto, entonces la historia de Mery Pozos está más cerca de una novela de resistencia que de un manual de campaña.
Porque en este México donde el poder seduce y corrompe, hay quienes todavía eligen caminar con la frente limpia, aunque el suelo esté lleno de trampas.
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