Por Amaury Sánchez G.
El Congreso de Jalisco dio un paso que parecía histórico: después de años de simulación y omisiones, se nombró a un contralor interno en la Auditoría Superior del Estado (ASEJ). El responsable de que ese avance ocurriera fue el diputado morenista Alberto Alfaro García, presidente de la Comisión de Vigilancia, quien desde el primer día de su encargo empujó el tema con firmeza. No se conformó con ocupar la silla, quiso que la comisión trabajara, que las piezas de la fiscalización se pusieran en movimiento.
Así llegó al cargo David Rubén Ocampo Uribe, contralor interno de la ASEJ, con la misión nada menor de revisar desde dentro al organismo que revisa las cuentas públicas. Su presencia es clave: sin contralor, la Auditoría ha sido juez y parte, y su titular, Jorge Alejandro Ortiz Ramírez, operaba a placer, sin contrapeso alguno.
Pero lo que parecía un triunfo institucional se topó con la peor de las respuestas: Ortiz Ramírez se niega a recibirlo. Más de un mes lleva Ocampo Uribe esperando el mínimo acto de reconocimiento oficial. Más de un mes en el que el auditor superior bloquea, ignora y humilla al funcionario que, legalmente, tiene derecho y deber de entrar a revisar.
Este hecho no es un pleito burocrático. Es una falta grave que pone en entredicho la propia razón de ser de la ASEJ. ¿Cómo se puede hablar de vigilancia de las finanzas públicas si el contralor interno es tratado como un intruso? ¿Qué mensaje envía un auditor que se cree por encima de la ley y que se da el lujo de desconocer a un funcionario nombrado por el Congreso?
La negativa de Ortiz Ramírez revela más que soberbia. Muestra la posibilidad de que existan cuentas, documentos o manejos que no resisten la luz de la supervisión. Porque nadie que actúe con limpieza tiene miedo a la revisión. Rechazar al contralor equivale a levantar una muralla contra la transparencia, a blindar la oficina para que nadie entre, a proteger un archivo que probablemente contiene más de un secreto incómodo.
Y la gravedad se multiplica si se considera que la ASEJ es, por mandato, el órgano encargado de revisar a todo el aparato estatal y municipal. Es decir: el que debe fiscalizar se vuelve el primero en rechazar ser fiscalizado. Es la impunidad institucionalizada.
La actitud de Ortiz Ramírez constituye una afrenta directa al Congreso, una burla al nombramiento hecho por los legisladores y una desobediencia que raya en desacato. Porque si el contralor fue designado por la vía legal, ¿con qué derecho el auditor lo desconoce? ¿Con órdenes de quién? ¿Qué red de intereses está detrás de esta resistencia?
El diputado Alfaro cumplió con su parte: impulsar y concretar el nombramiento. Pero no basta con abrir la puerta. Ahora corresponde ejercer presión, porque lo que está en juego no es un pleito personal, sino la credibilidad de las instituciones. Si el auditor puede darse el lujo de desobedecer al Congreso y bloquear a un contralor, mañana podrá desobedecer a cualquiera.
Lo de Ortiz Ramírez no es desdén: es un desafío abierto al sistema democrático de pesos y contrapesos. Es convertir a la Auditoría en un feudo de impunidad, donde el titular se siente juez supremo e intocable.
Este caso desnuda lo que muchos sospechan: que en Jalisco la rendición de cuentas sigue siendo un teatro, con actores que fingen vigilar mientras otros fingen ser vigilados. Y cuando aparece un contralor dispuesto a cumplir con su papel, la respuesta es un portazo.
La pregunta es simple y brutal: ¿de qué tamaño es el miedo del auditor? Porque quien se niega a ser revisado no defiende la autonomía, defiende la oscuridad.
Y la respuesta, mientras no haya acción del Congreso, del gobernador o de la propia sociedad, seguirá siendo la misma: en Jalisco, la fiscalización es una palabra hueca y la Auditoría, una oficina donde la impunidad manda y las leyes son papel mojado.
Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que A Fondo Jalisco no se hace responsable de los mismos.