Por Amaury Sánchez
En un país donde el sol se desmorona sobre las calles con la misma intensidad con que la historia ha dejado caer sus cargas sobre los más vulnerables, el derecho a moverse libremente por la ciudad sigue siendo, para muchos, una quimera. El transporte público, lejos de ser un puente hacia el porvenir, ha sido una barrera que separa a quienes tienen del todo y a quienes apenas sobreviven con lo necesario.
La reciente iniciativa del diputado Alberto Alfaro García en Jalisco, que busca hacer del transporte gratuito un derecho constitucional para adultos mayores, estudiantes y personas con discapacidad, es una propuesta que en cualquier sociedad que se pretenda justa debería ser una obviedad. Pero en estas tierras donde la política y la realidad caminan por caminos opuestos, la movilidad digna aún se debate como si fuera un favor y no una necesidad inherente al derecho a la vida.
No es una idea descabellada ni un arrebato populista. El mundo ha sido testigo de cómo la movilidad gratuita puede ser una revolución silenciosa que cambia destinos. En el Estado de México, un programa similar ha permitido a los estudiantes trasladarse con una tarifa reducida, mientras que en San Luis Potosí, los adultos mayores y personas con discapacidad pueden viajar sin costo gracias a una alianza entre el DIF y el gobierno estatal. En la Ciudad de México, la credencial del INAPAM es un pasaporte a una vejez con menos tropiezos, permitiendo descuentos en el transporte público y asegurando que la vida después de los sesenta no sea una condena al encierro.
Jalisco, por su parte, ha dado pasos con “Yo Jalisco”, un programa que subsidia el transporte para sectores vulnerables. Sin embargo, como bien señala Alfaro García, la movilidad no debería ser una moneda de cambio para la propaganda gubernamental. Convertir este beneficio en un derecho constitucional es la única forma de garantizar que no dependa de la voluntad efímera de los gobiernos en turno.
El argumento económico es el muro donde suelen estrellarse estas iniciativas, pero en un estado donde se han recaudado 990 millones de pesos con el llamado “paquetazo 3×1”, queda claro que el problema no es la falta de recursos, sino la falta de decisión política para reorientarlos.
El transporte gratuito no es un regalo; es un acto de justicia. Es permitir que el anciano llegue sin fatiga a la consulta médica, que el joven atraviese la ciudad hacia la universidad sin hipotecar su futuro en pasajes, que quien vive con una discapacidad pueda ejercer su derecho a la ciudad sin que la pobreza lo condene al aislamiento.
Este es el momento en que Jalisco puede decidir entre seguir administrando privilegios o empezar a construir equidad. No se trata de un sueño imposible ni de una dádiva generosa. Se trata, simplemente, de reconocer que la dignidad humana también viaja en camión, y que, en un país justo, nadie debería pagar por alcanzarla.
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