Por Amaury Sánchez G.
A Ernesto Zedillo Ponce de León se le ocurrió, desde su exilio dorado de conferencista de lujo y consejero financiero en empresas internacionales, dar la nota en pleno mes patrio: “Declaro difunta la democracia mexicana”. Así, con esa solemnidad de notario que certifica la defunción de un pariente lejano que nunca conoció. El expresidente que nos entregó el país atado de pies y manos al Fondo Monetario Internacional, ahora resulta que se autoproclama forense de la democracia nacional. Y no solo eso: acusa que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador y la presidenta Claudia Sheinbaum han dado un “golpe de Estado silencioso”.
¡Qué ternura! El mismo personaje que en 1994 llegó a Los Pinos tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio, y cuya “victoria” electoral olía más a componenda priista que a fiesta democrática, ahora se siente con la estatura moral de declarar muerta la democracia mexicana.
Permítanme, queridos lectores, hacer un alto en este velorio ficticio para recordar: ¿no fue Zedillo quien nos dejó la economía hecha pedazos, con la receta neoliberal disfrazada de modernidad? ¿No fue él quien vendió Ferrocarriles Nacionales de México a precio de ganga, condenando a pueblos enteros al abandono? ¿No fue en su sexenio cuando se instauró la “partidocracia” que amarró el poder a los mismos de siempre, aunque con siglas distintas? Pero claro, como buen priista reciclado en el club de los conferencistas globales, tiene que justificar sus dólares.
Ahora que Zedillo se rasga las vestiduras, conviene repasar lo que dijo y, sobre todo, lo que calla. Porque su discurso no es una crítica inocente: es un guion que cabe perfecto en el libreto de las élites que perdieron el control político con la llegada de Morena. Y ojo: no digo que la Cuarta Transformación sea perfecta ni inmaculada, pero tampoco se vale que uno de los responsables de las peores crisis de México venga a dictar cátedra de democracia.
El funeral que nunca fue
Primero, el encabezado que tanto emocionó a la prensa internacional: “Declaro difunta la democracia mexicana”. ¡Qué drama! Si Zedillo hubiera tenido talento para las artes, ya estaría en Hollywood con semejante frase digna de villano shakesperiano. Pero en realidad suena más a intento de epitafio mal escrito. Porque, si revisamos la realidad, ¿dónde está el cadáver?
En junio pasado hubo elecciones en todo el país. Se instalaron casillas, la gente votó libremente, hubo alternancia en estados clave, se respetaron triunfos de la oposición en municipios y congresos locales. ¿Dónde está el “golpe de Estado silencioso”? Porque hasta ahora, ningún tanque ha salido a la calle, ningún partido ha sido prohibido, ningún opositor está en la cárcel por disentir. La oposición tiene tribuna, medios, dinero y hasta la protección de magistrados que más de una vez han fallado en contra de Morena.
Pero claro, para Zedillo y sus compadres del club de los nostálgicos neoliberales, democracia solo hay cuando gobiernan los suyos. Cuando gana el pueblo, entonces la democracia “está muerta”.
El verdadero “golpe silencioso”
Zedillo habla de un “golpe de Estado silencioso” porque, según él, Morena ha debilitado al Poder Judicial y a los órganos autónomos. Aquí conviene preguntarle: ¿y quién demonios inventó la receta de órganos autónomos capturados por cuotas partidistas? ¿Acaso no fue su gobierno el que apadrinó el nacimiento de un INE —entonces IFE— cuyos consejeros eran designados por cuotas del PRI, PAN y PRD? ¿No fue ese sistema de “reparto de botín institucional” el que terminó por pervertir la autonomía?
Si de golpes silenciosos hablamos, recordemos el más brutal: el “error de diciembre” de 1994. Ese sí fue un golpe, pero al estómago de millones de mexicanos que perdieron casa, empleo y esperanza. Fue tan silencioso como devastador: la clase media se desmoronó, la pobreza se disparó, y Zedillo firmó el acta de rendición ante Washington para rescatar banqueros con el Fobaproa. Y que no se nos olvide: ese rescate lo seguimos pagando todos hasta hoy.
¿Ese es el hombre que nos viene a dar lecciones de democracia y Estado de derecho? ¡Por favor!
El teatrero del exilio
Zedillo declaró en la entrevista con Juan Luis Cebrián —otro personaje que vive de pontificar sobre democracias ajenas— que él había prometido no opinar sobre México, salvo que la democracia estuviera en peligro. Y miren qué casualidad: justo ahora, cuando Morena arrasó en las urnas, se cumple esa condición mágica que lo obliga a salir del retiro moral.
No es coincidencia. Lo que vemos es un libreto orquestado: los expresidentes del ciclo neoliberal (Salinas, Fox, Calderón, Peña) se turnan para salir a escena, como viejas glorias de una compañía de teatro decadente. A veces lo hacen con furia (como Calderón desde Madrid), otras con cinismo (como Fox desde Twitter), y otras con fingida solemnidad, como Zedillo ahora.
El exilio dorado se convierte en tribuna porque saben que aquí en México nadie los toma en serio. En España, Estados Unidos o foros de Davos, aún hay quien les aplauda. Es el síndrome del abuelo que repite anécdotas porque en casa ya nadie quiere escucharlas.
Democracia a la carta
Zedillo asegura que “al final de la Presidencia del señor López Obrador se propuso destruir por completo la democracia mexicana. Y la verdad lo logró, apoyándose en su partido y con la complicidad abierta de la ahora presidenta Claudia Sheinbaum”.
Caray, qué simple resulta su diagnóstico: si gana Morena, la democracia muere; si pierde Morena, la democracia revive. O sea, la democracia solo existe si beneficia a las élites tradicionales.
Pero aquí está el punto medular: Zedillo habla de “democracia” como si fuera un club exclusivo al que solo unos cuantos tienen derecho de entrada. Durante décadas, democracia significó elecciones controladas por el PRI, pactos en lo oscurito, privatizaciones aprobadas por congresos dóciles y medios de comunicación convertidos en voceros del régimen. Ahora que la democracia se volvió más plebeya, más ruidosa, más de barrio, resulta que ya no sirve.
El doble rasero judicial
Zedillo se escandaliza porque, según él, el Poder Judicial está “cesado”. ¡Qué horror! Pero habría que recordarle que en su sexenio el Poder Judicial era cualquier cosa menos autónomo. ¿Acaso olvidamos cómo la Suprema Corte avalaba privatizaciones, reformas laborales y políticas de ajuste con una obediencia digna de lacayo? ¿Dónde estaba su indignación entonces?
Lo que molesta hoy a Zedillo y a sus herederos políticos no es que el Poder Judicial esté “amenazado”, sino que por primera vez se discuta en la plaza pública quién lo controla, cómo se eligen jueces y magistrados, y qué papel deben jugar en una democracia auténtica. Es decir, se acabó la comodidad de que los jueces fueran elegidos en desayunos de Polanco entre ministros y políticos del PRI o del PAN.
La venganza del pasado
Zedillo acusa que la Reforma Judicial de López Obrador fue una venganza. Lo dice él, que hizo del Fobaproa la mayor venganza contra el pueblo mexicano en nombre de los banqueros. Lo dice él, que consolidó el modelo neoliberal en México, dejando generaciones completas hipotecadas a deuda externa y salarios de hambre.
Si algo aprendimos de los noventa es que Zedillo no era un presidente: era un gerente del capital internacional. Hoy repite el libreto porque no sabe hacer otra cosa. Por eso insiste en hablar de “dictadura” y “golpes de Estado silenciosos”. Palabras grandes, huecas y diseñadas para que en Washington se alarmen.
¿Ensayo de perpetuidad?
Zedillo remata diciendo que las elecciones de junio fueron un ensayo de cómo Morena planea perpetuarse en el poder. Pues bien: si ganar con votos es perpetuidad, entonces todos los gobiernos del mundo son dictaduras. Alemania, donde Angela Merkel gobernó 16 años porque la gente la siguió eligiendo, sería entonces una tiranía. España, donde el PSOE y el PP se alternan como si fueran clubes privados, sería una farsa.
La democracia no se mide por la duración de un partido en el poder, sino por la libertad real de elegir y por la existencia de contrapesos. Y aquí, nos guste o no, Morena ha ganado con votos, no con bayonetas. ¿Eso es perpetuidad o simplemente éxito electoral?
El epitafio equivocado
En resumen: Ernesto Zedillo firmó un epitafio que no corresponde. La democracia mexicana no está muerta: está más viva que nunca, aunque con todos sus defectos y contradicciones. Lo que murió hace rato fue la ilusión de que solo las élites podían decidir el rumbo del país. Eso sí: como buen exmandatario neoliberal, Zedillo confunde democracia con “gobernar para los mercados”.
La suya fue una democracia hipotecada: con casa en remate, ferrocarriles vendidos, bancos rescatados y ciudadanos endeudados. Si hoy se queja de un “golpe silencioso”, tal vez lo que en realidad le duele es que el pueblo, ese al que nunca consultó, ahora tenga voz y voto reales.
El velorio sin muerto
Imaginemos la escena: Zedillo en un salón elegante de Madrid, copa de vino en mano, declarando la defunción de la democracia mexicana. A su lado, Juan Luis Cebrián asiente con gesto grave, como si asistieran a un velorio. La pregunta es: ¿dónde está el muerto? Porque en México, mientras tanto, la gente sigue votando, los partidos siguen compitiendo y los ciudadanos siguen discutiendo acaloradamente en sobremesas.
El muerto que Zedillo ve no es la democracia: es el viejo sistema que lo encumbró y que hoy yace sepultado. Ese sí murió, y bien enterrado está. Lo demás es puro teatro.
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