Por Amaury Sánchez
En el corazón agreste de Jalisco, donde los amaneceres huelen a albahaca y a tierra húmeda, y donde el viento murmura historias al oído de los volcanes, nació Verónica Ucaranza. No nació entre lujos ni privilegios, sino entre las manos callosas de una familia que aprendió a vivir del esfuerzo, a no pedir más de lo que se ha sembrado, y a mirar de frente, con dignidad, hasta los días más duros. Esa raíz, tan profundamente sembrada en la tierra fértil del deber y del compromiso, ha marcado cada paso de su andar, como si el destino mismo hubiera escrito en su alma una vocación: la de la justicia.
No es casualidad que hoy su nombre resuene con fuerza en los pasillos solemnes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. No llegó ahí por acomodos ni por azares burocráticos. Llegó, como llega la lluvia buena a los campos sedientos, porque la necesita el país. Porque hace falta una mirada como la suya: empática, firme, profundamente humana.
Verónica Ucaranza —quien hoy aspira a ministra de la Corte— no ha olvidado ni por un segundo las calles de Atotonilco el Alto, donde sirvió como jueza con la templanza de quien conoce las heridas de su pueblo y la esperanza que brota entre sus cicatrices. Allí, en ese rincón jalisciense que la vio florecer, aprendió que la ley no puede ser un código frío escrito en mármol, sino una promesa viva que debe abrazar las realidades de quienes han sido olvidados.
A Verónica la atraviesa la conciencia social no como discurso aprendido, sino como herencia familiar. Su sensibilidad no es pose, es herida compartida. Por eso habla de equidad de género no como una moda pasajera, sino como una deuda histórica que ella se ha propuesto saldar con cada sentencia, con cada paso.
Su visión no es la de una tecnócrata de escritorio, sino la de una mujer de campo y ciudad, que sabe lo que significa cargar el país a cuestas y seguir adelante. En ella, la justicia encuentra rostro, nombre y corazón. Es, en el más hondo sentido, una hija de Jalisco que ha sabido escuchar el clamor de su tiempo y responder con valentía.
Verónica Ucaranza no solo quiere llegar a la Suprema Corte; quiere —y eso es más importante— que la Corte llegue a donde nunca ha llegado: a los márgenes, a los pueblos, a las voces que aún susurran porque no se les ha permitido gritar. Y eso, en estos días donde tantas palabras flotan sin peso, es una promesa que vale como un acto de amor a la patria.
Porque cuando una mujer de raíces profundas y conciencia despierta habla de justicia, no está proponiendo una reforma: está tejiendo el futuro. Y lo hace, como siempre lo ha hecho, desde la constancia, la verdad y la esperanza. Desde Jalisco, claro, como buena hija de su tierra.
Con Verónica Ucaranza, la justicia sí avanza.
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