Por Amaury Sánchez
En México, el aire huele a ausencia. Las calles, las plazas, los campos y las casas están llenas de ecos que repiten los nombres de quienes ya no están. El país entero es un cementerio sin lápidas, donde cada fosa clandestina es una herida abierta y cada madre que busca con las manos en la tierra es el retrato mismo de la desesperación y la esperanza. México ha aprendido a contar a sus muertos, pero sigue sin saber cómo traerlos de vuelta.
El hallazgo en el Rancho Izaguirre de Teuchitlán, Jalisco, es apenas un capítulo más en esta novela interminable de horror y desamparo. Un rancho convertido en campo de exterminio, donde el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) no solo entrenaba a jóvenes para matar, sino que también les enseñaba a desaparecer. Entre los escombros quedaron zapatos, maletas, fotografías y llaveros: las ruinas de vidas que fueron arrancadas de golpe, como si la vida misma fuera un derecho negociable.
Ante esta realidad, la presidenta Claudia Sheinbaum ha prometido reformas, tecnología y un fortalecimiento institucional que suena más a confesión que a anuncio: el Estado no ha estado a la altura de las víctimas. Se habla de drones y georadares como si las máquinas pudieran devolver lo que la violencia y la impunidad han arrebatado. Pero detrás de cada cuerpo enterrado, detrás de cada par de zapatos encontrado, hay una historia que no cabe en una estadística ni en un informe de gobierno.
La consolidación de la Clave Única de Registro de Población (CURP) como sistema para localizar a las personas desaparecidas parece un gesto de modernidad, pero es también una aceptación tácita de la magnitud del problema. En México, encontrar a una persona se ha vuelto un acto de ingeniería institucional, como si el país entero hubiera normalizado la desaparición al punto de diseñar un protocolo administrativo para enfrentarla. Equiparar las penas por desaparición con las de secuestro es un intento por devolverle dignidad jurídica a las víctimas, pero la dignidad humana se pierde mucho antes, cuando las autoridades miran hacia otro lado o cuando las instituciones de justicia se vuelven cómplices del crimen organizado.
Las madres buscadoras, que excavan la tierra con las manos desnudas, no necesitan drones ni algoritmos. Necesitan respuestas. Necesitan que el Estado no solo les dé la espalda para darles dinero o apoyo psicológico cuando encuentran a sus hijos muertos. Necesitan justicia. Porque detrás de cada desaparición hay una omisión, una complicidad, una corrupción enquistada en los huesos mismos de la nación.
El aplazamiento de las reformas hasta el 24 de marzo podría interpretarse como un acto de prudencia, pero también puede ser solo el reflejo de la burocracia que se retuerce sobre sí misma mientras las familias siguen contando las horas y los días con la angustia de quien espera una llamada que nunca llega. Sheinbaum ha dicho que está del lado de las víctimas y de la justicia, pero las víctimas no necesitan discursos. Necesitan a sus hijos de vuelta. Necesitan que cada desaparecido deje de ser un número y vuelva a ser un nombre, un rostro, una risa en la mesa familiar.
México lleva años desaparecido. El país que conocimos, el de las fiestas en las plazas, el de las familias enteras en las calles, el de las casas con puertas abiertas, se ha ido desvaneciendo entre las sombras de la violencia y el miedo. Las medidas que el gobierno propone son un intento por recuperar algo de esa patria perdida. Pero las madres seguirán cavando la tierra, seguirán llamando los nombres de sus hijos, porque saben que en este país la memoria es la única forma de resistencia que nos queda. Y quizás, solo quizás, en algún rincón olvidado de esta tierra ensangrentada, todavía quede una semilla de justicia que logre florecer.
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