Por Amaury Sánchez G.
En el tablero de la política mexicana hay actores que nunca se presentan como lo que son, sino como lo que desean que los demás crean de ellos. Ricardo Salinas Pliego no habla como un empresario con deudas fiscales millonarias frente al Estado mexicano. Habla como si fuera una víctima de una conjura. No se presenta como el poderoso que es, sino como el ofendido que, en nombre de la democracia, exige ser tratado con miramientos especiales.
En su mensaje, el señor Salinas Pliego insiste en que tanto el actual gobierno como el anterior le han dedicado tiempo en atacarlo. Curioso. Cuando el Estado, a través de la autoridad hacendaria, reclama cuentas pendientes, el millonario lo traduce como persecución. La estrategia no es nueva: transformar los números fríos de una deuda fiscal en un relato de linchamiento político. Cambiar la contabilidad por el melodrama.
Luego añade una propuesta que parece razonable en el papel, pero que esconde un truco de prestidigitador: abrir una mesa de diálogo, seria y transparente, para que “sus empresas paguen lo que es justo y corresponde, ni más ni menos”. El artificio está en la frase “ni más ni menos”. Porque lo que para la autoridad hacendaria se calcula en cifras, intereses y recargos, para el magnate se reduce a lo que él decida como “justo”. Y ya sabemos cómo suele medir lo justo quien tiene poder: a su favor, siempre a su favor.
La retórica del empresario busca conmover: habla de confianza, de millones de mexicanos que quieren reglas claras, de inversión y de futuro. ¿Acaso esos millones no son los mismos que, sin ser millonarios, pagan puntualmente el IVA, el ISR y hasta el impuesto a la gasolina cada vez que llenan el tanque? ¿Dónde queda esa justicia fiscal cuando el más poderoso decide sentarse a negociar cuánto debe pagar mientras el ciudadano común no tiene escapatoria?
Salinas Pliego omite algo esencial: lo que se discute no es un pleito personal, sino la vigencia de la ley. El Estado no lo ha señalado por sus opiniones ni por sus desplantes en redes sociales, sino por deudas concretas que sus empresas mantienen con el fisco. Y no es la primera vez: su historial de litigios, amparos y deudas lo persigue. Pero él insiste en erigirse como símbolo de la libre empresa y del progreso nacional, como si su riqueza personal fuera garantía del bienestar colectivo.
Es aquí donde la figura del empresario desnuda su contradicción: clama por reglas claras mientras batalla en tribunales para torcerlas; exige confianza mientras levanta un muro de amparos para no cumplir lo que debe; habla de diálogo mientras convierte la ley en una mercancía negociable.
La democracia, que él invoca como escudo, no significa que el poderoso pueda dictar condiciones al Estado. Significa exactamente lo contrario: que la ley se aplique por igual a todos, incluso a quienes más tienen. El verdadero ataque a la democracia no es que el gobierno lo mencione en la mañanera, sino que un empresario multimillonario pretenda colocarse por encima del marco legal con el disfraz de ciudadano indignado.
En el fondo, Salinas Pliego busca desplazar el debate: que dejemos de hablar de sus deudas y nos concentremos en su discurso de víctima. Y muchos, fascinados por su tono retador, caen en la trampa. Pero conviene recordar que la confianza de la que habla no se construye con magnates que negocian sus obligaciones, sino con un Estado que garantiza que todos, ricos o pobres, empresarios o asalariados, cumplan con las mismas reglas.
Lo que está en juego no es el futuro de la inversión ni la buena voluntad de un magnate frente al poder presidencial. Lo que está en juego es algo mucho más profundo: si México seguirá siendo un país donde los poderosos dictan las condiciones o un país donde la ley se aplica, aunque incomode a los magnates que creen que la riqueza los absuelve de toda obligación.
Y ahí, señor Salinas Pliego, está su verdadero error. No en lo que dijo, sino en lo que pretende que olvidemos: que no se trata de usted ni de sus diferencias con la presidenta, sino de un principio elemental de la vida en sociedad. Quien debe, paga. Y quien paga, respeta la ley.
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