Gabriel Torres Espinoza
El hallazgo del rancho Izaguirre como un centro de exterminio, en Teuchitlán Jalisco, no es un caso aislado ni una novedad en la espiral de violencia que atravesamos. Este sitio, donde el crimen organizado desaparecía personas y operaba un campo de entrenamiento, funcionó con impunidad durante años, pese a haber sido intervenido por las fuerzas públicas, en septiembre de 2024. Su existencia no solo exhibe la brutalidad del crimen organizado, sino la permisividad e inacción de las instituciones encargadas de impedirlo. La normalización del horror ha llegado a tal punto, que, la declaración del presidente municipal de Teuchitlán, José Ascensión Murguía Santiago, es reveladora: “lugares de este tipo los hay en todo el Estado”. En un país donde la desaparición se ha convertido en la estrategia más eficaz del crimen para imponer control territorial, la vida ha perdido valor y el gobierno asume un papel de mero espectador.
La impunidad es la norma y la institucionalidad ha sido desplazada por el miedo, la omisión y la complicidad. En Jalisco, la entidad con el mayor número de desaparecidos en el país, el discurso oficial se ha centrado en la reducción de homicidios, mientras las desapariciones crecieron de manera alarmante. El contraste entre ambas cifras no es casual. El crimen organizado ha perfeccionado sus métodos y el exterminio clandestino ha reemplazado al asesinato patente. En este contexto, la existencia de sitios como el rancho Izaguirre es una consecuencia. La brutalidad de estos espacios no solo es un reflejo de la descomposición del país, sino de una maquinaria del terror que ha encontrado en el reclutamiento forzado de jóvenes, y la desaparición sistemática, una herramienta de sometimiento social.
Frente a la negligencia de los gobiernos, el trabajo de los colectivos de búsqueda es la única luz, en medio de la oscuridad y la indiferencia. Paradójicamente, las madres buscadoras han encontrado más fosas clandestinas que cualquier institución de seguridad o procuración de justicia. Con recursos limitados y arriesgando sus vidas, han hecho lo que los gobiernos no han querido, o no han sabido hacer. Lo hacen sin presupuesto, sin protección y enfrentando incluso amenazas del crimen organizado y de las propias autoridades. Son ellas quienes descubrieron el rancho Izaguirre, quienes hallaron los más de 200 pares de zapatos, quienes han revelado la magnitud del horror que las autoridades intentaban ignorar. Mientras se maquillabancifras y se presumía de reducciones en la violencia, son estas mujeres quienes, con varillas y palas, exhuman la verdad.
La presidenta Claudia Sheinbaum anunció que la Fiscalía General de la República atraerá el caso. Por su parte, el gobernador de Jalisco, Pablo Lemus, se ha desmarcado de la crisis, asegurando que “su gobierno no evade responsabilidades” y que “todos los niveles de gobierno están trabajando en conjunto”. La realidad es que heredó una crisis forense y de desapariciones sin precedentes. Las fosas clandestinas siguen apareciendo, los colectivos siguen haciendo el trabajo que debería hacer la Fiscalía del Estado, y la impunidad sigue siendo la constante. Las recientes declaraciones del fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, apuntan a una investigación sobre las omisiones de las autoridades locales y estatales.
El comunicado de la Conferencia del Episcopado Mexicano ha sido una de las voces institucionales que ha señalado la gravedad del problema con absoluta claridad. Ha denunciado la omisión de los gobiernos, y advierte sobre la existencia de más centros de exterminio en el país, dejando en evidencia la incapacidad gubernamental para garantizar justicia y seguridad. El Episcopado ha sido contundente al señalar quela desaparición masiva de personas es una ‘crisis de derechos humanos’, que los gobiernos intentan minimizar con cifras manipuladas y discursos vacíos.
La pregunta no es cuántos lugares como este existen en Jalisco o en México, sino hasta cuándo la desaparición sistemática de personas seguirá siendo tolerada, por todos,como parte de la normalidad. La impunidad ha sido la regla, y hoy el resultado es que, efectivamente, el gobierno no desaparece personas… pero sí ha tolerado que el crimen lo haga.
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