Por Amaury Sánchez
Si México fuera un guion de cine, Teuchitlán sería esa escena que el director decide cortar porque es demasiado fuerte para el público. Pero esto no es una película, y el reciente descubrimiento de un centro de exterminio en el rancho Izaguirre nos recuerda que la realidad suele ser más brutal que la ficción.
Imaginen el escenario: crematorios clandestinos, prácticas de reclutamiento forzado, un rancho intervenido dos veces y, aun así, funcionando como una fábrica de muerte. No es solo una falla en la seguridad; es una exhibición descarada de cómo el crimen organizado ha perfeccionado el arte de operar bajo la nariz de las autoridades.
El Fiscal General de la República, Alejandro Gertz, ha salido a escena prometiendo una investigación exhaustiva sobre las deficiencias de la Fiscalía de Jalisco. Y uno no puede evitar preguntarse: ¿Deficiencias o complicidades? Porque resulta difícil de creer que un lugar así haya pasado desapercibido tras dos operativos. En septiembre de 2024, la Guardia Nacional detuvo a diez personas y liberó a dos víctimas de secuestro. En enero de 2025, descubrieron que el rancho funcionaba también como un centro de adiestramiento para el crimen organizado. Pero, aun con esos antecedentes, el rancho seguía operando. ¿Quién dio la orden de mirar para otro lado?
Claudia Sheinbaum, presidenta de México, ha calificado el hallazgo como “terrible” y ha exigido explicaciones sobre por qué el rancho no fue asegurado después de las intervenciones anteriores. La respuesta obvia sería que las autoridades locales fallaron en hacer su trabajo, pero cuando las piezas no encajan, es difícil no sospechar que algunas manos manchadas de ceniza estaban contando billetes en la sombra.
Omar García Harfuch, secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, ha destacado que las organizaciones criminales están usando redes sociales para reclutar jóvenes. Ya no basta con controlar territorios, ahora también quieren controlar mentes. Y mientras las autoridades cierran una cuenta de Facebook, los criminales ya están abriendo otras diez en TikTok. Es como querer apagar un incendio con un vaso de agua.
El gobernador de Jalisco, Pablo Lemus, ha mostrado su disposición para que la FGR atraiga el caso. Buena intención, aunque un poco tardía. Lemus, que asumió el cargo después de que el rancho fuera intervenido por primera vez, ha prometido continuar con las búsquedas hasta que se revise cada centímetro del terreno. Pero el problema no es solo el rancho. El problema es que en Jalisco —y en buena parte de México— la violencia es una industria bien organizada, con logística, recursos y una estructura de poder que, para operar con esa eficiencia, necesita algo más que suerte.
Teuchitlán es una de esas historias que deberían estar en los libros de historia, no en las secciones de noticias. Pero aquí estamos, con un centro de exterminio operando a plena luz del día, mientras las autoridades parecen haberse enterado por el periódico. La pregunta es: ¿qué pasará ahora? ¿Se desmantelará realmente esta maquinaria de muerte o solo veremos un par de conferencias de prensa, algunas detenciones simbólicas y el clásico carpetazo?
La brutalidad de Teuchitlán no solo revela la crueldad del crimen organizado, sino también la fragilidad de nuestras instituciones. Si este centro de exterminio pudo operar bajo el radar durante tanto tiempo, significa que la red de complicidades y omisiones es profunda. Aquí no basta con desmantelar el rancho; hay que desmantelar el sistema que permitió que existiera.
Mientras tanto, la vida sigue en Teuchitlán. La gente vuelve a sus rutinas, con la sombra de los crematorios aún impregnada en el aire. El problema es que, en México, nos hemos acostumbrado a vivir entre las cenizas. Y eso, quizá, sea lo más aterrador de todo.
Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que A Fondo Jalisco no se hace responsable de los mismos.