Análisis
En días pasados, el presidente de la República emitió un memorándum que mandataba a los secretarios de Educación Pública, Gobernación y Hacienda, a “dejar sin efectos todas las medidas en la que se haya traducido la aplicación de la llamada reforma educativa”. Lo anterior, acredita de manera paradigmática una trágica y grotesca realidad de la vida pública en nuestro país: el hecho de que, paradójicamente, el primer acto que realiza todo funcionario público es juramentar “guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen”; y, a su vez, es el último en cumplirse. Más aún, es importante advertir que el principio rector del Derecho Público radica en que los detentadores de poder sólo pueden hacer aquello para lo que la Ley les faculta expresamente hacer –y, obviamente, no es violar flagrantemente la Carta Magna–. Mientras que en el Derecho Privado, rige el principio contrario: los destinatarios del pueden hacer todo lo que no les esté prohibido. Ese es precisamente el principio de legalidad, origen y destino de todo Estado de Derecho. La manera más simple de entender el Estado de Derecho es como antagónico o antinómico de la impunidad. Esto quiere decir que existe una correlación intrínseca e inversamente proporcional entre Estado de Derecho e Impunidad. Tanto mayor es la consolidación del Estado de Derecho en un País, menores son sus niveles de impunidad; o bien, tanto mayor es el índice de impunidad en un país, más debilitado es su Estado de Derecho.
De tal suerte, es por demás verosímil el ranking del Índice Global de Impunidad 2017, elaborado por Universidad de las Américas Puebla, que ubica a México como el 4to país con mayor impunidad, de entre 69 países evaluados en el Mundo. Por otro lado, el Índice de Estado de Derecho 2018, de World Justice Project, sitúa a nuestro país en el lugar 99° de entre 126 países evaluados en el Orbe. Si existen los niveles de corrupción e impunidad en nuestro país, es por una única razón: la falta de Estado de Derecho.
Efectivamente, la supremacía constitucional, que en términos gráficos es expresada a través de la pirámide de jerarquía de leyes, prevista por Kelsen, identifica al memorándum de Obrador como una evidente paradoja. De esta manera, el memorándum citado nos retrotrae a una fatídica etapa histórica, en la que una sola persona era depositaria de las funciones ejecutivas, legislativas y judiciales; esto es, la del absolutismo [en términos prácticos, la bien conocida frase “El Estado soy yo”, de Luis XIV, condensa sucintamente su significado]. No obstante, el 49 de nuestra Ley Fundamental es clarísimo, al señalar “no podrán reunirse dos o más poderes en una sola persona o corporación, ni depositarse el Legislativo en un individuo”.
El memorándum no sólo representa una afrenta a la Cámara de Diputados y de Senadores del Congreso de la Unión, sino para las 32 legislaturas de las entidades federativas en nuestro país, en virtud de que la derogación de la reforma educativa es competencia exclusiva para ser aprobada o derogada por estos poderes. Sorprende, sin embargo, que ningún estado de la República haya tramitado una controversia constitucional ante la transgresión de su esfera competencial por el Poder Ejecutivo Federal. El gran pacto de impunidad se retrata de cuerpo entero con la inacción u omisión de las otras fuerzas políticas de la oposición para tramitarla. A ello, habría que agregar que, de acuerdo a nuestra Constitución, el Presidente de la República no puede ser sujeto de juicio político. Ningún país con sistema presidencial en el Mundo deja de prever el juicio político a efectos de que pueda fincársele responsabilidad política al titular del Poder Ejecutivo, consistente en su destitución e inhabilitación [como recientemente ocurrió en Brasil a Dilma Rousseff]. Sólo en una monarquía constitucional, el Jefe del Estado (Rey) no es políticamente responsable porque no ejerce funciones políticas, sino meramente tradicionales y simbólicas: el Rey no tiene responsabilidad política, porque, en efecto, no gobierna. Sin embargo, en México, el Jefe del Estado –que también es Jefe de Gobierno– sí gobierna, y queda exento de cualquier responsabilidad.
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